Por Lázaro Echegaray - España
La feria de Azpeitia no podía empezar con mejor pie.
Como no podía ser de otra manera, el cartel del primer día del ciclo ignaciano había despertado mucha atención. Un cartel redondito que bien podría haber sido el de un Domingo de Resurrección en Sevilla, lleno de perfumes del sur, y en el que finalmente se confirmaba la presencia del genio de la Puebla del Río que había generado dudas. A Morante se le cantaron las verónicas según se abrió de capote en su primero, con el que no pasó nada. Lo mismo sucedió con el segundo de su lote. Las verónicas de apertura fueron coreadas con fuertes oles, igual que la faena de muleta. No fue una de esas faenas en las que Morante enloquece a propios y extraños. Tampoco una de esas en las que la gente se mira la muñeca izquierda para ver si el segundero del reloj sigue su marcha eterna o si se ha detenido en algún punto de la esfera. No. Fue más bien una faena normal, con todas las cositas que Morante saca a relucir como su preciosa mano izquierda que ligaba series de uno en uno, bonitas, y bien hiladas y de ritmo un poco más rápido que lento. Las dos orejas no fueron resultado de que el público estuviera con Morante. No, no fue sólo eso. Ayer el público estuvo con el toreo, con los toreros, y Morante es ahora mismo el niño al que todo el mundo quiere encontrar, dentro o fuera del templo.
Luque se encontró con el mejor toro de la tarde al abrirse de capote en su primero. Pronto, fijo, largo de embestida. Anduvo muy bien con él el sevillano, lucido en los tercios, poderoso con la izquierda, siempre en colocación, en el sitio idóneo, desplegando su particular repertorio antes de pinchar con la espada una faena que a buen seguro le hubiera propiciado un trofeo. No uno sino dos orejas obtuvo en el segundo de su lote. Luque saló a no dejarse comer la tostada por su paisano que ya le aventajaba en dos apéndices. Salió también a quitarse la espinita de la anterior faena fallida. Puso él de su parte más que el de Loreto Charro, provocando las embestidas, intentando encontrar toro en todos los terrenos, provocando arrimones de esos que en la mayoría de los casos solo terminan en eso, en un arrimón con un toro que va a menos. Luque quería sus dos orejas y el público de Azpeitia entendió que estas le correspondían.
La lentitud, eso que hoy se ha dado en llamar ‘torero de reducción’ pero que tradicionalmente se ha llamado ‘temple’, la puso ayer Juan Ortega. Avisó en su primero en el que no pasaron muchas cosas. Las más vistosas, la apertura y el cierre, fundamentadas ambas en doblones de factura exquisita, poderosos y largos. Pero el tiempo lo detuvo en el segundo. Hubo pases de esos en los que uno sueña con soñar mecido en la bamba de la muleta. Lances eternos, de cadencia plomiza aprovechando las características del toro, manso y flojote, manejable y colaborador aunque a veces saliera de las telas un poco distraído. El temple de Ortega se extendió a los tendidos, meció al público en su misterio, en esa teoría de lo imposible que reduce la fuerza de una embestida al paso lento y acompasado que marca una muñeca rota. Las dos orejas de Ortega fueron ganadas a ley y arte. En eso no hay discusión.
Los toros de Loreto Charro resultaron un tanto mansos aunque con movilidad. En la primera mitad de la corrida sufrieron el impacto desagradable del hierro cuando toca el hueso. La concesión de trofeos en la segunda mitad se observó excesiva pues las faenas de Luque y de Morante hubieran ido bien despachadas con un simple trofeo cada una.
El cierre de la tarde, la terna al completo por la puerta grande. Al terminar la corrida, la gente intentaba recordar cuándo fue la última vez que esto sucedió en Azpeitia.