Por Jorge Eduardo - México
Los toros estaban prohibidos en el Distrito Federal desde octubre de 1916.
El primer jefe del ejército constitucionalista y presidente de la República, asumió como su responsabilidad una reestructuración moral del estado mexicano y sus ciudadanos en términos más que amplios.
Parte de sus convicciones personales para conseguir tan ambicioso fin pasaba por desterrar las corridas de toros del gusto de los mexicanos, que le resultaban un símbolo de la incultura y el atraso, así como de los agrestes prodecimientos que tenían sumergido al país en un baño de sangre. En aquel entonces se enlistaban toda clase de defectos e impedimentos que supuestamente serían consubstanciales con esa entelequia que es el pueblo mexicano, esgrimiendo toda clase de argumentos, desde los raciales hasta los deterministas geográficos.
La emprendió también contra el juego, las peleas de gallos, y el consumo de bebidas alcohólicas, muy a tono con el prohibicionismo de inspiración protestante en boga en los Estados Unidos. Equiparaba a la tauromaquia con dichas prácticas, y contraponía la práctica de ciertos deportes y el cultivo de la bellas artes —artes de élite nos guste o no— como verdaderos ejercicios del espíritu.
El caso es que la utopía carrancista se desmoronó poco a poco. El congreso constitucional de 1917 dejó fuera de la carta magna los toros, el pulque, y otras tantas asignaturas del caudillo. A finales de 1919 se derogó el decreto prohibitivo, y tan solo la reticencia del poder ejecutivo evitó que las corridas se reanudaran de inmediato. No olvidemos que el Distrito Federal era un territorio de la federación, dependiente del Congreso de la Unión y la presidencia de la República.
Presionado por el grupo de los sonorenses y su plan de Agua Prieta, don Venustiano abandonó la ciudad de México con todo y su gobierno rumbo a Veracruz el 7 de mayo de 1920. No lograría su cometido. Fue asesinado a traición mientras dormía, el 21 de mayo en el remoto Tlaxcalantongo, estado de Puebla.
Mientras tanto, la maquinaria taurina se echó a andar. La plaza de toros El Toreo[1] ofreció su primera corrida formal el 16 de mayo de 1920. Tomaron parte en ella el ídolo de las masas Juan Silveti, y el discreto José Corzo "Corcito" con toros de San Mateo. El ambiente de fiesta fue absoluto y la algarabía tan solo se tornó agridulce al conocerse la noticia de la muerte de Joselito. La fiesta perdía al rey de los toreros mientras recuperaba uno de sus bastiones.
Le debemos el restablecimiento de las corridas a una brillante generación de gente olvidada. La incansable afición de José del Rivero, adalid de las mil batallas empresariales del coso de la Condesa, el torero español Ramón López, y Pancho Carreño, obraron en favor de la fiesta —que en última instancia era su negocio— para montar un espectáculo en tiempo récord a partir de que las condiciones políticas fueron propicias. Es cierto que el coso no estaba abandonado, pero montar una corrida de toros hecha y derecha tiene serias complicaciones.
Fueron ellos los encargados de consolidar la explosión taurina de 1886 en una industria viva que cubría la enorme demanda de un público ávido de ver toros. Ese público comprometido y militante por su espectáculo favorito, activo consumidor de diarios, columnas, literatura, y todo género de aspectos relacionados con los toros. Pronto se organizarían en la Porra, ese temible grupo del tendido de sol que ponía en su lugar a toreros, empresarios, y ganaderos.
Así que a nuestros abuelos o bisabuelos les debemos también la recuperación de una fiesta que ya era la predilecta de las masas. En consecuencia, tampoco podemos dejar de señalar una cierta buena voluntad del estado, que rápidamente se desentendió de las trabas que habían oprimido a la tauromaquia, seguramente presionadas por los actores ya mencionados.
Hoy, los toros en México se enfrentan al periodo más crítico desde entonces. La empresa está en manos de un recio monopolio, colonizado por los intereses particulares de un pequeño cuadro de mandos medios agigantados ante la indiferencia del amo, que les mira hacer y deshacer con complacencia. Un largo proceso de domesticación del medio taurino ha eliminado a los toreros de todas jerarquías como actores significativos de fiesta, igual que a una afición cada vez más mengüada, pachanguera, y desinteresada. El estado cede poco a poco ante los poderosos enemigos de la tauromaquia, que casi no tienen contrapesos.
El tránsito al semáforo epidemiológico amarillo implica que, a partir del 17 de mayo, están permitidos los espectáculos públicos con 20% de aforo. El fútbol, que celebró la final de su campeonato en el Estadio Azteca apenas, el beisbol, y la lucha libre, ya abrieron sus puertas al público cotidianamente. El caso de la lucha libre es paradigmático, veamos por qué.
Los principales promotores de lucha libre han porfiado por mantener su espectáculo vigente. Siempre que fue posible, montaron funciones a puerta cerrada. Pujaron y consiguieron espacios de difusión, incluso en el canal oficial del gobierno de la ciudad, que también incorporó recientemente al beisbol en su oferta. Mantienen una política de constante actividad cultural promovida desde la propia empresa, ganando espacio en la política cultural del gobierno local, que les ha asimilado al grado de declararles Patrimonio Cultural Inmaterial.
La comisión de lucha del gobierno también es un ente activo, que gestionó y consiguió apoyos para los estetas frente a diversas instancias del gobierno, capitalizando el fuerte sentido de pertenencia y compañerismo que cohesiona al mundo luchístico. Paradójicamente, la ley que regula los espectáculos públicos en la ciudad no incluye una sola vez la expresión lucha libre, mientras que dedica un capítulo entero a la fiesta de toros, estableciendo un montón de compromisos para con ella que duermen el sueño de los justos en ese rancio papel.
No todo es miel sobre hojuelas con ellos. Las grandes figuras del gotch escasean desde hace varios años. El descontento de la afición con la empresa a la que referimos y con la comisión es patente en los foros de opinión. El interés en el pancracio se ha dispersado hacia escenarios periféricos que generan figuras cada vez más locales y atomizadas. Además, la tendencia del medio por ofrecer un espectáculo cada vez más cruento y el gusto de la afición por él amenazan con marginar a la lucha. Pero como diría Galileo Galilei, y sin embargo se mueve.
La tauromaquia, en cambio, no reacciona ante la adversidad. Qué lejos estamos de aquellos años gloriosos, cuando ni bien había muerto Carranza, y ya había en México corridas de toros.
[1]Frente a cuyo predio estoy pasando en el momento mismo de escribir estas líneas, irónicamente.