Por Jorge Eduardo - México
Las marcas abultadas, la numeralia de escándalo, y las grandes comitivas a hombros, con justa razón, despiertan más dudas de lo que respaldan certezas a ojos de muchos aficionados.
Y es que, usualmente, es mayor la medida en que maquillan la medianía de lo que coronan la redondez. Este domingo 23 de mayo en Huamantla, las buenas actuaciones de los toreros ante los mucho muy dignos toros de Begoña desataron un torrente de trofeos que parecieran obra de la desesperación. Pero lo verdaderamente desesperante es el grado en que se eclipsan los hechos taurinos tras del relumbron de la friolera de siete orejas y un rabo. Nomás.
Sorprende percibir ciertas precauciones en José Mauricio, que es todo entrega, y además tiene la onza del buen toreo. Bien le hubiera sentado al abreplaza ese punto de firmeza y corazón que él sabe bien poner por delante, en virtud de que la casta y nervio del toro Pipián podrían traducirse en favor del torero en forma de emoción (y peligro). Si hay un torero mexicano que gusta, se gusta, y permite paladear la suerte del volapié, ese es Mauricio. Se le agradece siempre y de sobremanera, pero esta vez se le fue la mano bastante abajo. Exigir una oreja de valor muy discutible no era la forma de gratificarle.
José Mauricio en un quite
Puestas las cosas así, ¿Para qué dar el paso adelante en el ámbito de la verdad y de la entrega? Con el cuarto toro, Huazontle, estuvo Mauricio más a su aire, pero apelando aún al terreno de la estética. No hay que perder de vista que cada paso en esa dirección acerca al torero al peligroso lindero con el utilitarismo, que es el enemigo jurado del arte. Quién puede negar, pues, que tres orejas son re útiles, sin importar lo bajo que estaba puesto el listón. Apenas abajito de los rubios le cuajó a este toro un señor estoconazo, le quitó con sobresaliente inventiva, y le templó bellamente por el lado derecho.
Ernesto Javier Calita tiene un sitio para dar y repartir. Con sus formas, con sus ademanes, con su personalidad, en resumen, que podrán gustar más o menos. Pero encuentra toro fácilmente, lo entiende, conecta con el respetable, llena la escena, se coloca bien y hasta manda a los toros. Así le instrumentó un interesante trasteo al segundo de la tarde, Escamol, que, y sin embargo, se movió; y pasó por la muleta del Calita. El toro, además de un punto de sosería, tenía su guasa, por encastado, y echaba la cabeza arriba. Manifiestas fueron las dificultades del toro cuando Tapia se fue tras el acero.
El quinto, Huitlacoche, fue un toro todavía más parado con el que Calita echó mano del arrimón en tablas. Un arrimón serio, bien entendido, del que poco a poco se materializó una faena que parecía misión imposible. Ernesto encendió al tendido de La Taurina con arrebato y disposición, pero también con pasajes de calidad. No falló con el estoque, y se apuntó dos orejas para su espuerta. Una vez más, orejas que respondieron más a lo pródigo del público que a la solidez de una pieza taurina para la que hace falta todo lo que puso el Calita, pero también mucho de lo que no puso el toro. Cabe señalar también la variedad capotera que mostró durante la tarde: quitó por Navarras, chicuelinas, y faroles invertidos.
Tras de pasar las de Caín persiguiendo a un manso de libro, bautizado Tlacoyo, Leo Valadez le tumbó las orejas y el rabo al cierraplaza, de nombre Chilocuil. El precioso colorado, bragado, y meano exhibió en su tipo la estirpe del mejor Mimiahuapam. En cuanto al juego, el toro vino bastante a menos después de la vara, puesta por cierto, con los nuevos adminículos, abonando poquísimo a la teoría de que su magia consiste en limitar el daño a los toros. Total, que entre la vara y un estrellón en el burladero de matadores, dejaron al Begoña afectado de una debilidad manifiesta.
La faena de Leo fue emocionante, vibró la plaza y vibró el torero en la medida en que el aguascalentense planteó su trasteo en favor del toro, dejándole en su aire y aprovechando un poco el viaje más que citando y mandando. No podía ser de otro modo, so pena de que Chilocuil rodara irremediablemente por la arena. Los trincherazos fueron pinturas, lo mismo que algún cambio de mano por delante y los naturales desmayados. De acuerdo, ¿Pero un rabo con cuajar a un toro al que había que aprovecharle el viaje? ¿No es la dignidad de los máximos trofeos propia de la perfección taurina de citar, templar, y mandar, y encima hacerlo con arte?
Leo Valadez al natural en el toro al que cortó el rabo
No es todo lo que hay que decir en favor de Leo, que en última instancia no se premia a sí mismo. Y es que por ahí se desató una petición de indulto, que definitivamente fue el colmo, máxime en tanto que se gestó desde el callejón. Aunque buscó brevemente el indulto, Valadez no perdió el tiempo de más, e hirió a la res de un estoconazo mortal de necesidad. Consumose así el que, visto lo visto, se convirtió en el mejor escenario posible a pesar de los premios a destajo. Tampoco está de más apuntar que con las banderillas estuvo como la chata.
El poderosísimo ganadero de Begoña, Juan Pablo Bailleres, se mostró como un hombre prudente y comedido, que no se dejó caer en la coba que se le sugirió en cuanto la tarde tuvo matices de éxito ganadero, es decir, casi desde el inicio. Tal vez la misma lógica se escondía detrás de la callejonera petición de indulto, y quizás, y solo quizás, fuese también el propio magnate, cercano a la carrera de Leo Valadez y su administración la voz de la cordura que le indicó que se tirara a matar. Seguro que el ganadero dió la vuelta al ruedo y salió a hombros con esa satisfacción en el pecho.
Las orejas son retazos de toro. Harto bien le hacen a la fiesta cuando pasan a segundo plano, cosa que pasa mucho más seguido de lo que premian con justicia. No debemos olvidar que el juez de plaza es la máxima autoridad dentro del coso, facultad que le proviene del estado mismo, y que debe imponer mesura mediante su criterio y dignidad a las veleidosas masas. No es un cuenta pañuelos, ni un intérprete popular, sino el encargado de preservar los intereses de aquellas en un sentido mucho más profundo. Y mucho más aún cuando se trata de Huamantla, que no solo no es ningún pueblo, sino que, cuando menos una noche al año (cuando no hay pandemias), es el epicentro taurino de América.