Por Jorge Eduardo - México
Antonio Ferrera llevó la nave hasta el puerto cuando parecía que se iría a pique apenas zarpar.
De entre los muchos defectos de las corridas de toros en la Plaza México, la de su duración maratónica es uno de los más acusados. Más de una ocasión durante está temporada hemos padecido festejos eternos en los que no ocurre apenas nada en el ruedo, hasta de ocho toros. Resultó un fuerte contraste que el ganado de abasto de Villa Carmela permitiera que la mitad del festejo se desenvolviera en poco más de una hora en la reciente décimo cuarta corrida de la Temporada Grande 2019-20. El catálogo de sosería y debilidad fue apenas paliado por el tercero de la tarde, cuyas buenas condiciones por el lado izquierdo fueron desaprovechadas por su matador, del que hablaremos más adelante. Con el sexto la historia fue parecida.
Antonio Ferrera se estampó lastimosamente con el imposible primero de la tarde, que rodó por los suelos como es digno el anti-toro bravo que fue. En su segundo turno pintaba para lo mismo, a pesar del pinturero pasaje capotero, en el que el espada puso más bien salero y no tanto toreo. En el último tercio dos naturales hicieron la diferencia, y fueron los mínimos detalles que permitió el toro hasta la mitad de la faena. A esas alturas, el hispano estaba echando mano de todo su histrionismo para vender una labor que parecía no tener mucho sentido, recortó las distancias, y se paró en un sitio al límite de la materialidad. La afición se entregó desde ese momento, aún sin que el mérito taurino sustentara el entusiasmo popular, mismo que se convirtió en apoteosis cuando, ahora sí, el balear arrancó los muletazos.
Por supuesto que es conducente la duda basada en la condición del toro, y en el peligro que encerraba. Sin embargo, es justo ponderar también si alguien más se pone en ese sitio para inventarse faenas ante las más que suficientes mesas con pitones que saltan al ruedo en esta plaza. Pues Ferrera lo hace, y no para vender el grosero desplante que hace tiempo estuvo de moda, sino para hacer arte en trazos largos, templados, personalísimos, y profundamente emocionantes. La personalidad es la garantía taurina que solo pueden ofrecer toreros como este, basado en un oficio y en un valor que hasta sin toro da escalofríos. Fueron pues un ramillete de muletazos, de entre los que quedaron en la retina de un servidor dos naturales, dos derechazos, y un colosal cambio de mano por delante sacado de un bronce, materializado efimeramente por Antonio Ferrera.
La estocada, a una enorme distancia, inusitada en esta plaza, haciéndose del viaje del toro para después atracarse en un espadazo que desde ya pelea por ser el mejor de la temporada. En cuanto a la premiación, bien puede adjudicarse la segunda oreja a la catarsis del coso capitalino, exageradón y cursilón como es su vieja costumbre. Pero el mérito taurino ahí está, y las orejas son ni más ni menos que retazos de toro.
De Aguascalientes ambos, Arturo Macías tuvo una reaparición dada al traste por el pésimo lote que tuvo en suerte. Luis David Adame, por su parte, vino a devolver la publicidad que le antecede ante el mejor lote del festejo. Con el tercero había que traer a cuento el sitio de las casi 40 corridas que trae a cuestas, la dilatada temporada española que montó, los triunfos de Bilbao, y demás. Apenas fue exigente el buen lado izquierdo del astado, y con trabajos le pegó el chico tres naturales antes de estampar al toro en la muleta. Intentó las dosantinas, aparentemente sin saberlas hacer. Rosario de pinchazos y pitos. Al sexto, más dulzón, le pegó un montón de pases en una labor tan correcta y academicista como anodina. Le cortó una orejita de corto recuerdo.
Donde el toro sí es toro, los llenos sí son llenos. Mérida
Este domingo también se celebró en Merida, Yucatán, el 91 aniversario del monumental coso de la blanca ciudad. Aquella plaza ha pasado por altas y bajas recientemente, tocando fondo bajo la tutela del conocido monopolio. Una empresa pequeña, local, enjundiosa y llena de afición ha revitalizado la fiesta en aquellos lares, devolviendo a la arena al toro de Mérida. Qué distintas son las cosas donde el toro es toro. Allá, un cartel importante pero discreto atiborró la plaza de cabo a rabo, aún cuando las localidades más económicas cotizan la friolera de 350 pesos.
Aquí, el mismo cartel con los mismos toros apenas excedería el aforo del coso emeritense. Solo que en una plaza para 45 mil personas, en una ciudad con 20 millones de habitantes, y con boletos desde 70 pesos. ¿Por qué? Pues porque una golondrina no hace verano. Lo que mete a la gente a la plaza allá es la seriedad, la garantía de que se ofrece al toro con la presencia que supone una plaza de la categoría y abolengo de Mérida. Si los toros caminan o no, ya se sabrá, pero el costo del boleto está cubierto por las condiciones del espectáculo que se ofrece. Así, la gente va.
La autocompasión y la condescendencia no salvarán a la Plaza México, ni a la fiesta brava. Pero cómo explicárselo al joven enardecido que mostraba medio tronco por fuera del palco de los ganaderos, jalando el paupérrimo juego del inválido de sus allegados mientras Ferrera se inventaba un triunfo. Debió estar ruborizado de vergüenza bien fijo en su asiento, pensando seriamente en la viabilidad continuar criando estas reses, bastante discretas de presencia por si fuera poco. Reses, porque en México pareciera que el toro no es toro.