Por Jorge Eduardo - México
Las orejas, supuestamente, son premios por torear. Las mismas generan estadísticas que pesan mucho en la realidad de un torero, y en el sitio que ocupa en la fiesta.
Aunque el toreo debe ser la guerra entre alternantes, los términos de otro tipo de confrontaciones o encuentros deportivos son altamente nocivos para nuestra fiesta. Los escalafones, además de como el resultado de múltiples relaciones clientelares entre empresarios poderosos, pueden leerse muchas veces también como premios a los que cortan más orejas, y no a los que torean mejor. Lo mismo se puede decir de la repercusión mediática de los acontecimientos taurinos, con la complicidad alevosa del gremio de periodistas taurinos.
Valga lo dicho para lo ocurrido el domingo pasado en la Plaza México. Uriel Moreno "El Zapata", empujado por la fiel legión que le acompaña en sus actuaciones en este coso, tumbó la friolera de tres orejas gracias a dos trasteos bastante insustanciales y no particularmente memorables. En el primero se alargó tratando de componer la figura aprovechando el viaje del toro sin mucho éxito. En banderillas puso un buen cuarteo, y dos de los dichosos pares al violín que quién sabe por qué artes siguen emocionando a la gente después de verlo diez mil veces, interpretado por una masa ingente de aspirantes taurinos. De bostezo, pues, y la tibieza de la plaza durante la faena lo atestigua. Tras de una estocada mejor ejecutada que colocada, sus partidarios montaron en frenesí y el juez Enrique Braun aflojó una oreja.
Gitano hizo cuarto, y fue un muy buen toro, apenas quizás un poco tardo, y de más a menos como es natural. Tenía una gran embestida, emotiva por ambos lados, con mucha clase y nobleza. El Zapata estuvo más en lo suyo, retorcido e histriónico y muy sobre pies, con cierto reposo, pero sin el calado de lo bien toreado. Una faena medianona, pues. Con las banderillas dió rienda suelta a su inventiva, que podría ser mucho más rotunda si tuviera más clacisismo. Heterodoxo sin remedio, cuando aparecían los gritos de "toro" en la plaza, se tiró a matar por derecho y cuajó un estoconazo con sospechosa maroma incluída. Patas para arriba el toro y de nuevo el frenesí con sabor artificial para ir el señor Braun aflojara otras dos orejas, y, ahora sí muy exigente, le pichicateara el arrastre lento al toro. Nomás para regalar orejas e indultar sin ofrecer resistencia están buenos.
La heterodoxia no es sinónimo de mal hecho, ni de ningún otro defecto taurino. Los toreros mexicanos se han encargado de cultivarla durante mucho tiempo, y aunque aguardamos un exponente cumbre de esa interpretación tan propia, es cierto que tenemos muy dignos exponentes. Es el caso de Jerónimo, que si no se prodigó en cantidad como su alternante, sí lo hizo en calidad, en hondura, en sabor, en temple, en empaque, y en arte. Qué manojo de naturales cuajó, muy cruzado como exigía el toro, aguantando y alargando la embestida. Desafortunadamente, el toro no tenía el motor suficiente para repetir, y más bien fue la buena colocación y los buenos procedimientos de Jerónimo la clave del éxito de la faena. Se tiró a matar con decisión y un espadazo bajo le valió la oreja. Ya había aflojado el juez con lo de la colocación de la espada desde el primer turno. Así Jerónimo, que por momentos rememora a Jorge Gutiérrez, y por otros a Manuel Capetillo.
Toño Mendoza volvió a la carga
No quedaría ahí el buen toreo. Antonio Mendoza reapareció en el embudo capitalino para recuperar el tiempo perdido. Ataviado con el vestido aquel al que se hizo acreedor por triunfar en esta plaza de novillero, no pasó desapercibido el guiño al chaval que nos ilusionó tanto, y a la convicción del propio torero de que está en sus manos colocarse en el sitio que saboreó y que merece. Le tocó el peor lote de una corrida con cuatro toros potables, uno deslucidón y de más a menos, que se paró pronto; el sexto fue peor. Mientras pudo hacer el toreo por derecho con el tercero de la tarde, lo hizo con ligazón y lucimiento, muy bien colocado, en el sitio siempre. De pronto recortó las distancias, tal vez precipitándose y ahogando un poco, pero sin duda intuyendo que al toro no le quedaba tanto fuelle. Echó mano entonces del valor, frente a un astado con el que se sentía que el percance podría producirse en cualquier momento. Siempre cruzado fue su arrimón, no metido entre los pitones, sino cruzado, en el sitio en el que no se aprovecha la embestida, sino que se obliga al toro a pasar. Sobresaliente, sí señor, valiente y serio, sin desplantitos ni aspavientos. Los circulares invertidos no desmerecieron el conjunto de la faena, y en alguno aguantó un cabezazo de peligro sordo tremendo. Lastimosamente vino lo que le conocemos de antemano: dos pinchazos y tres cuartos de espadazo en buen sitio. Aún así dió una vuelta al ruedo clamorosa, reivindicativa, reconciliadora con la Plaza México que lo vio emerger como luminosa esperanza.
Así, pues, está décimo segunda de temporada. Algunos hicieron el toreo, y otros vinieron en franca cacería de los retazos de toro, cada vez más devaluados en esta plaza, y que cada vez premian menos al mejor toreo. No es casualidad que la longeva cadena de éxitos de El Zapata no se vea correspondida con buenas entradas, a pesar del cariño franco y hasta conmovedor que le ofrece la Plaza México y de las muchísimas orejas en su espuerta. Jerónimo, por su parte, es un torero de chispazos que es un gusto paladear cuando le surgen. Pero de ponerse en figura, a veinte años de matador de toros, la cosa parece difícil. El que requiere el espaldarazo porque está de vuelta es Antonio Mendoza. Esta plaza lo destapó, y puede convertirlo en su torero. Ojalá cuenten con él en esta segunda parte del serial. Mendoza y José Mauricio son dos cartas muy fuertes, que si concretan en figuras del toreo, pueden revitalizar nuestra fiesta con resultados alhagadores. Qué mejor muestra de que una cosa es torear, y otra es cortar orejas.
Foto: LaPlazaMexico