Continúa la feria de abril sevillana, en plenos farolillos, y nos ha dejado sucesos de los que merece la pena dejar constancia.
Desde el pasado sábado han hecho el paseíllo la 'flor y nata' de las figuras, pero no han sido ellas las que han dejado huella en el albero sevillano, han sido toreros en el más amplio sentido de la palabra quienes lo han hecho.
El toreo llega al tendido, fundamentalmente, de dos formas diferentes, vía la belleza o la emoción a través del riesgo y la exposición. Por esas vías llegaron los momentos más cuajados de lo que va de feria. Se encargaron, por orden de aparición, Manuel Escribano y Juan Ortega.
El pasado sábado la emoción se enseñoreó del ruedo maestrante. La corrida de Victorino Martín tiene eso, que propicia, que eleva, el nivel de las emociones a través de lo encastado de sus toros. Cuanto se hace ante ellos lleva aparejado el riesgo y la verdad, de la que no puede esconderse nadie.
La plaza se llenó para ver a Roca Rey enfrentarse por primera vez a ellos, pero no se enfrentó. Se limitó a utilizar los tecnicismos del oficio para salir airoso e indemne del compromiso. A los que no les gusta el peruano no les gustó, como siempre, y a los que sí, no pudieron verle, ya que su toreo de cercanías y pases por delante o por detrás no aparecieron. Se guardó de ejecutar su partitura habitual ante la falta de los 'enemigos' propicios y acostumbrados.
Sí estuvieron Borja Jiménez y Manuel Escribano. El primero a muy buen nivel mató tres toros y Escribano dando toda una lección de valor, de entrega y de cojones, por qué no decirlo. Cogido por su primero en los lances tras la portagayola, pidió que no le pusieran anestesia general para poder salir a matar su segundo. Volvió en pantalón vaquero corto a la puerta de chiqueros, banderilleó con la herida, imagínense cómo, y tuvo arrestos para realizar una faena a más, volcarse a la hora de matar y llevarse dos orejas a su arrojo, valor y torería épica. Eso también es el toreo, cota que se suele alcanzar con 'victorinos' delante, otro nivel de emoción para todos.
Otras figuras, al igual que pasó con Roca, Morante, Manzanares y Talavante, han pisado el albero estos días, pero no ha sucedido ni trascendido nada. Buena nota otra vez para Luque y un buen Emilio de Justo, pero la belleza del toreo llegó de la mano de otro sevillano, Juan Ortega.
Juan Ortega sí se presentó en La Maestranza, preñado de ese aroma a torero que desprende con solo verle ir tan bien vestido. Y si la interpretación de sus verónicas con el capote fueron un canto al buen gusto, despaciosidad y expresión artística, la belleza en su máxima expresión llegó con la faena de muleta, cabal desde sus ayudados iniciales a todo el conjunto de una obra completa, que eso fue la sinfonía de faena con la que nos obsequió, de principio a fin. No se podía torear mejor ni más despacio, no se podía torear más ajustado, componiendo bellas esculturas con el toro y él de protagonistas. La belleza duró los mismos minutos que la faena, ni un solo segundo se quedó sin impregnarse del regalo que supone para la vista y los sentidos. La estocada cerró con perfecto tino, cual batuta en sus manos, la sinfonía completa y feliz, como todos los que le habían visto, paseó las dos orejas.
Sevilla, con ellos dos, Escribano y Ortega, ha escrito con letras de oro lo que son las emociones que han de vivirse en una plaza de toros. Sin alguna de las dos, el toreo o es descafeinado o se queda muy cojo.
Fotos: Arjona/Pagés