El Toreo es arte, así es considerado y así me lo parece a mí.
Sin embargo, es inevitable, es lo más frecuente, referirse a él como parte de un espectáculo, de un negocio. Es decir, los números y el dinero suplantan al sentimiento y la belleza que alcanza cuando se le considera, con razón, como el arte de torear.
El artista, su intérprete, el torero, precisa de un toro que acompañe su obra, siendo su comportamiento fiero o dócil, pero, en cualquier caso, necesario, si se quiere que pueda surgir la chispa que encienda la inspiración y haga brotar, con sus manos y las telas, ese momento bello que embriague a los espectadores.
Curiosamente, en esos momentos, cuando surge el arte, nadie, ni toreros, ni espectadores, harán ningún cálculo aritmético de cuánto les costó la entrada o cuánto ganará el artista en su contrato. Si fluye de forma casi espontánea -la idea en su cabeza sí le ha rondado previamente, adquirida también la técnica necesaria- se inundará todo de sentimientos que son difíciles de explicar.
Nadie conoce el pellizco del cante ni la magia de la música, lo único que sabemos es que nos llega, y nos llega muy dentro. No es lo mismo ver el buen o perfecto acabado de un coche, por poner un ejemplo, que escuchar una sinfonía de Beethoven. Lo bien hecho es una cosa, a la que tienen acceso montones de gentes, también toreros, el arte de embrujar con el arte, también el arte del toreo, es cosa de unos pocos, muy pocos.
Será imposible olvidar el caudal de arte de Morante en Sevilla/23
Nos guste más o nos guste menos, vivimos presos de los números, también en el mundo del toro, donde debería prevalecer el arte. Sin los resultados económicos no sería posible dar los festejos taurinos; seguramente, sin las orejas no podría calibrarse a los triunfadores; inevitable es depender de esos factores para establecer los movimientos para contratar a unos u otros.
Todo ello será normal, pero no hemos de equivocarnos aceptando que se necesita, como en el fútbol, un resultado. Hemos de perseverar en hacer saber a quienes se sienten aficionados o se acercan a las plazas para poder alcanzar ese nivel de afición, que el toreo es un arte perecedero y que hay que estar muy atentos para percibir, desde el cerebro hasta el alma, las sensaciones que en unos momentos alteran tus sentimientos. No es un gol, es un ¡olé! que te sale del alma, no de la garganta.
Si fuera esa la educación de quienes asisten a las corridas de toros, ninguno dudaría por qué la devoción por Curro Romero.
En este año que se va, siempre nos quedará la tarde en Sevilla en la que Morante de la Puebla fue capaz de deslumbrar con su arte -fíjense que no hablo del rabo cortado- e hizo jirones la rutina y monotonía que supone el toreo moderno.
También quiero recordar en lo personal a Diego Urdiales en Azpeitia o a Curro Díaz en Úbeda, entre otros recuerdos que mi memoria tiene seleccionados.
Foto: Arjona/Pagés