Pasó el Domingo de Resurrección y en él se celebraron varios festejos taurinos en plazas de primera. Sin duda, el festejo con más tradición y abolengo es el que abre la Real Maestranza de Sevilla. Una fecha señalada en el calendario taurino sevillano y, por añadidura, en la temporada nacional.
Para esa corrida seleccionan una ganadería del gusto de las figuras que acartelan para dar realce al día. Es decir, pretenden que sea lo más de lo más, un éxito seguro. Juntar a toros y toreros que además de atraer al público, supongan esos éxitos que hoy en día se cotizan como si fueran la resurrección de la Tauromaquia. Pero llega después la realidad y nos deja distintas conclusiones.
Se busca la clase en los toros como si fuera la panacea de la moderna tauromaquia, esa clase que convierte al toro en el máximo colaborador con la estética de los espadas más encopetados, a eso le llaman clase. Una clase que se cacarea como si fuera la máxima virtud que ha de tener un toro, y como se desea con tanto afán, los ganaderos tienden a buscarla.
La encuentran sí, pero eso ha de ser a costa de perder algo por el camino y eso que se pierde suele ser la casta. Tan dulce se pretende que sea la clase que el toro pierde señas de identidad, esas que siempre le diferenciaron del amigo que te ‘hace un toro’ en un entrenamiento o en el toreo de salón. Se desnuda la emoción y el toro produce sopor y aburrimiento, llegando como ha pasado en esta ocasión a perder su interés a continuar colaborando con los toreros por rajarse o faltarles las fuerzas.
La tarde se despeñaba no por la falta de clase, más bien por la falta de casta y fuerzas. Pero llegó el quinto y tenía de esa clase suficiente como para que Manzanares pudiera darse la ración de estética que precisa para convencer, o conformar, a cuantos han ido expresamente a ver eso. ¡Por fin uno con clase! se dijeron los que esperaban el acontecimiento.
Un toro parecía salvar el deseo coincidente de tantos espectadores en la plaza y otros cuantos a través de las imágenes de la televisión. Faltaba el sexto y con un poco de suerte podía repetirse el hecho deseado.
Pero no, el que salió era tan descastado como todos sus hermanos y encima no tenía clase alguna, y además siendo feo para los que los quieren bonitos.
Conclusión: Los toros tienen que tener clase y ser bonitos si queremos, o quieren, que la fiesta esté en el máximo nivel. Exigir casta, bravura, poder, suerte de varas… es propio de talibanes, resentidos o de aquellos reventadores que acuden enfadados a las plazas.
Y en ese último, que correspondía a Roca Rey, apareció no la clase del torero, que de momento no ostenta, pero si la casta del peruano y con ella la capacidad de transmitir a todos, presentes y televidentes, que no solo había ido a la plaza por aquello de la clase y la estética, que presentaba otras armas que forman parte también de la tauromaquia, por lo menos en otra época. Ante el toro más feo y más alto, con más pitones, se dejó pasar los mismos no cerca, cerquísima, sin moverse, indicando que de paseo no había venido.
Valor que no siempre tiene premio, pero que nos deja una lección: Ya que los toros no usan la casta que no tienen, al menos para que aquello diga algo, ha de ser el torero el que la ponga. Si no es así, como sucedió cuando los astados no tuvieron la clase que piden las figuras, el toro y el torero aburren.
A lo peor, es esa la razón por la que Roca Rey ocupa la primera posición en esa liga de los privilegiados en la que juega. Le valen los de la clase irredenta y si no es así gana por la aplicación de su casta. Aplicación que todos esperan cuando se enfrente a los de Adolfo Martín el próximo mes en Madrid.
Foto: Toromedia