Con el término del mes de mayo, sin toros por San Isidro en Madrid, tiene uno malas sensaciones.
Nuestros pasos han dejado de acudir a la plaza cada día, vivir el ambiente en sus exteriores, subir las escaleras hacia el tendido, ocupar nuestras localidades, saludar a nuestros vecinos… Todo un ritual, como también lo es el repaso que se hace alrededor de tu localidad para saber si nos falta alguno. Echas la vista atrás y piensas en que, en ese caso, es ley de vida.
Comencemos de nuevo, aunque sea guardando las distancias de seguridad
Luego ese sonido de clarines y timbales que el cerebro tiene asociado al comienzo del festejo, más tarde los dos alguacilillos pisando a caballo la arena de la plaza; después, el paseíllo mientras suena la banda de música y a tu alrededor no paran de moverse los últimos que han llegado en busca de su asiento. Un movimiento que está interiorizado y que se contempla como un todo sin que pueda separarse una cosa de la otra.
Una vez roto el paseíllo, cambiados los capotes de seda por los de brega, anida la impaciencia, y no solo en los toreros, pues va a saltar al ruedo el rey de la fiesta, el toro. Lucirá majestuoso siempre, al margen de que pueda parecerte anovillado o cornicorto, y en ese momento dará comienzo el rito más culto de nuestra España.
Si la cultura es aquello que viene del pueblo y a él congrega, nada hay que lo haga con más gente que una corrida de toros. Ninguna otra faceta de la cultura lo hace por igual. Además, lo hará en tiempo real, distinto y diferente cada tarde, por eso congrega a la gente. Ese transcurrir en tiempo real te obliga a vivirlo en directo. Por eso se acude más de treinta días seguidos. Ni el cine, ni el teatro, ni un concierto de música, ni siquiera la pintura en un museo, guiaría tus pasos todos los días. La Tauromaquia es un rito cultural sin parangón. No hay duda alguna.
Los detractores son, precisamente, la excepción que confirma la regla. Respetable, eso sí, pero nada más y nada menos. También existen aquellos que no les gusta la música o el teatro, tampoco la visita a los museos o prefieren pasear en lugar de ir al cine. Nadie se lo ha de reprochar, como tampoco a los que si acuden a esas manifestaciones artísticas. De hecho, ni siquiera existen casos de que se tengan que defender los que les guste el cine, ya sea de terror, de aventuras o simplemente porno. Son las opciones de cada uno las que hacen que se inclinen a un lado u otro.
Pero la interrogante se abre cuando hemos de preguntarnos si este daño, este paro forzoso a toda la actividad taurina, pueda resultar irreparable. Se acerca el día en que se puedan dar espectáculos y ha de hacerse. No se puede dejar que a la parada se una la apatía, añadida a la persecución directa o la marginación de nuestros gobernantes, pudiera hacerles un favor precisamente a los detractores.
Ábranse las puertas de los cosos, iníciense los paseíllos, salgan los toros al ruedo y dejemos que aflore el valor, vuele la imaginación y se impregnen nuestros corazones con el arte de los toreros. Hágase lo que se tenga que hacer, y hágase pronto. Que vuelva a oler a romero en el aire y que nos traiga ese olor que solo es respirable en las plazas de toros. El viento se encargará de traernos el susurro de una mecida verónica o un natural ceñido y terminado en la cadera.
Recuperemos ese bullir en la puerta que da acceso a las plazas, del aroma de un buen puro, de un olé sentido y profundo, de una cerrada ovación en la tarde, de los cascabeles de las mulillas, del eco de un pasodoble torero. Lo necesitamos todos tanto como el sentirse vivos. Nada podrá ser irreparable si nosotros no queremos.