Tal como suena el titular, es justo el motivo para muchos de ser, o seguir siendo, aficionado.
Actuaba en Bilbao de nuevo, un año más, Diego Urdiales y eso era motivo suficiente para acercarse a Vistalegre para comulgar en esa cita imprescindible con el toreo. Y como cada año se cumplió el sueño, y el rito, de ver torear.
Digamos pronto, antes que tarde, que ni media plaza se llenó, que ser aficionado es cosa tan seria que solo la mantienen unos pocos que se aferran a la necesidad de ver a un puñadito de toreros, hartos de la parodia en la que han convertido la fiesta.
Ni que decir tiene que gente de paso, público de aluvión, espectadores de ocasión, de feria o de figuras son todavía menos, salvo que les juntes a sota, caballo y rey en un cartel para decir que quieren ir al sucedáneo que se les ofrece.
De los toros ya casi ni hablemos, esa parte también adolece de falta de autenticidad, de esa fiereza que ha de cumplir, de rematar el sueño de ser aficionado. Pero es lo que se ofrece y el aficionado hace auténticos malabares para seguir asomándose a las plazas al conjuro de la llamada de algún tipo de toro y ante un tipo de toreros. No siendo así, muchos ya ni acudirían.
Como decíamos, hoy estaba Diego Urdiales en el cartel y ya había motivo más que suficiente para pagar una entrada y sentarse en el tendido de la plaza bilbaína. Aseguro que vi a muchos cuya presencia obedecía exclusivamente a lo aquí expuesto.
Y llegado el momento se pudo disfrutar de esa forma de torear del riojano, que es, ni más ni menos, la verdadera razón por la que uno ha de acudir a los toros.
El de Zalduendo no era precisamente el toro que el aficionado quiere ver, ese oponente que complete la obra de la autenticidad del toreo, pero en las manos del de Arnedo valió para realizarle una faena llena de esa belleza que tiene el toreo cuando se ejecuta de verdad, con la pureza que debía exigir esta profesión a cuantos se visten de luces. Con él la pureza, la belleza y la naturalidad se ponen de acuerdo.
Es tan diferente, tan auténtica, la forma de torear de Urdiales, que no cabe plantearse darse la vuelta como aficionado, hay que seguir. Cuanto hizo en su primero estuvo marcado por esa naturalidad, por ese rigor estético que no saben ni distinguir quienes acuden a la llamada de las figuras.
Tan distinto es, que parece como el degustar un buen vino de Rioja en adecuada copa de cristal o beberse ese u otro caldo en un vaso de plástico. Tal es la diferencia, que muchos prefieren no beber ningún vino antes que hacerlo sin cumplir con el rito de oler y después saborear lo que se están tomando en copa de cristal. Una diferencia tan abismal que cuando tienes el placer de degustarlo como ha de ser, aborreces del vaso de plástico para siempre.
Así se siente uno cuando contempla el sincero y bello toreo, pleno de autenticidad, del torero riojano. Nada que ver con consumos mucho más propios de una tarde de borrachera con vino de tetra brik.
Como he citado, de haber sido el toro con el que realizó el bello trasteo, uno de los que también reclama y le gustan al aficionado, hasta D. Matías hubiera tenido claro si era de puerta grande el premio.
Le acompañaban en el cartel Enrique Ponce y Ginés Marín, que hicieron las delicias de muchos de los asistentes, pero que particularmente no me han cabido en la sincera degustación de crónica que les ofrezco.